domingo, 28 de octubre de 2007
LA TRAGICOMEDIA
10 La tragicomedia
Tragedia: evitada y trascendida
El uso de la palabra tragicomedia se remonta a la época de la antigua Roma, pero parecería que su empleo no se generalizó hasta el Renacimiento. La mejor definición de este nuevo género es, tal vez, la que ha dado Susanne Langer: “tragedia rehuida”. Los italianos del Renacimiento hablaban de “tragedia con un final feliz”, e inventaron y perfeccionaron, además, la tragicomedia pastoral, que es una cuasicomedia con un final feliz implícito desde el mismo comienzo, como sucede en la comedia romántica.
Al parecer, en la época del Renacimiento y del Barroco no se consideraba a la tragicomedia como un género inferior o bastardo. En Inglaterra y en España no se hizo una separación estricta entre la tragedia y la comedia hasta mucho más tarde, y aun en Francia, país que auspició esta separación, no se llevó a cabo hasta ya bien avanzado el siglo XVII: antes de que fuese llamada tragicomedia se la designaba habitualmente como drame libre. Y no mucho después que la separación rígida entre uno y otro género había llegado a ser norma establecida en toda Europa, se inició la revuelta allí donde la resistencia a esa norma había sido más enconada, o sea en Inglaterra. En toda historia del teatro se señala el año 1731 como un hito, debido a que en ese año se estrenó la obra de George Lillo, George Barnwell, el mercader de Londres. La referencia es válida, pese a que George Barnweil es una obra muy mala, que engendró otras pésimas obras. La historia del arte no se compone solamente de obras maestras. Anticuada en muchos sentidos, aun para 1731, la pieza de Lillo inauguraba un nuevo género que no era ni trágico ni cómico. Lillo influyó sobre Diderot y Lessing y, a través de ellos, sobre todo el teatro de Occidente.
Desesperación, esperanza
Otra especie sumamente significativa de obra tragicómica, en mi opinión, es la comedia con secuela trágica. Al escoger esta fórmula, he tenido presente el comentario de Schopenhauer sobre la comedia: “Debe apurarse a bajar el telón en el momento de la alegría [im Zeitpunkt der Freude], a fin de que no veamos lo que ha de suceder luego”. El dicho se aplica más convenientemente a unas comedias que a otras, pero tal vez resulta cierto con respecto a todas ellas, si se considera que todo final feliz encierra una ironía. Siempre entendemos que “no es necesariamente así”, y aun, en ocasiones. que no podría ser así. Pero, de todos modos, cualquier otro final que no sea el feliz sería demasiado rudo, así como resultaría grosero en la vida real hacer un comentario ante el novio y la novia sobre cómo terminan, por lo común, los matrimonios. La idea de “se casaron y fueron felices” es una ficción lícita, una convención civilizada, una pretensión digna.
En la medida en que toda comedia posee una atmósfera de cuento de hadas, el final feliz puede ser aceptado con una fe ingenua y pueril. Los finales felices de las comedias románticas de Shakespeare no son cínicos en absoluto, pero la falta de cinismo implica cierta puerilidad: no se nos pide que apliquemos la fórmula a los matrimonios que se hallan fuera del mundo de la pieza. De la comedia menos “romántica” se desprende la implicación más precisa de: “Pero esto es lo que no ocurre en la vida real”. Cuando asistimos al último acto de Volpone, tenemos conciencia de que estamos viendo la vida, no como realmente es, sino como debería ser. El arte es normativo, y hace que Ben Jonson se decida por esta forma de final feliz: el castigo del malvado.
La sentencia de Schopenhauer puede aplicarse más exactamente a ciertas comedias de Moliere, pues este autor se caracteriza por conducir su situación dramática hasta el borde mismo del desastre. Solo aquellos que no aceptan las convenciones cómicas, en general, ni la convención del final feliz, en particular, podrían sostener que el cambio súbito que le permite alcanzar el final feliz no es convincente; en tanto que aquellos que afirman que el final de Tartufo, por ejemplo, es totalmente convincente, creyendo ayudar a Moliere lo que logran es desvirtuar sus intenciones. El asunto consiste, fuera de toda duda, en que dicho final no debe resultar convincente. Por cierto, es algo espléndido vivir en la época de Luis XIV, en la que tantos abusos fueron corregidos, pero el monarca, en realidad, no podía ejercer su poder de ese modo sobre todo el pueblo, y, aunque hubiera podido, la comedia es universal, y hay muchas épocas y lugares que carecen de un Rey Sol que irradie su luz sobre ellos. En consecuencia, quedan muchos Tartufos que no alcanzarán el éxito, cuya historia terminará con el infortunio de los buenos y el triunfo de los villanos. Una historia de este tipo no será apta para la comedia pura, pese a que sus elementos sigan siendo cómicos. La denominación adecuada sería la de tragicomedia.
En los últimos años, obras de esta índole tragicómica han sido escritas por los autores del “teatro del absurdo”. En esta nueva fase el término tragicomedia ha sido reemplazado a menudo por el de tragifarsa. El nuevo vocablo nos trae a | la memoria una verdad formulada cierta vez por Stark Young: que la tragedia tiene más en común con la farsa que con el drame o las formas más elevadas de la comedia. He hablado del teatro como de un arte de situaciones extremas y de la farsa como un caso extremo de los extremos. La tragedia también lo es. Con frecuencia, en el Gran Guiñol, no sabemos muy bien cómo tomar una pieza: puede ser horror trágico o un disparate farsesco; la diferencia estriba no en los materiales en sí sino en la interpretación. Del mismo modo, hay tan solo un paso de una farsa frívola de Courteline, como Estos campos, a una narración de serio horror como La lección de Ionesco.
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